El ADN del parroquiano de las tabernas

En sus memorias el dramaturgo Miguel Mihura confesaba que “yo había decidido nacer en Madrid, porque pensé que era el sitio que cogía más cerca del Bar Chicote. Hubiera podido nacer en Burgos, o se Sevilla, sin ningún esfuerzo, porque ambas capitales estaban terminadas ya; pero esto me hubiera pillado muy lejos para ir a tomar el aperitivo, y entonces no había trenes, ni taxis, ni tranvías como ahora”.

Autentica declaración de vida, querer nacer cerca de un bar, o cuando clarea la vida necesitamos el refugio para que pase lo que pase, se le salude desde una barra. Ojo, que ya digo, en reali una premisa de decálogo tabernario por excelencia. Sin mostrador no hay bar genuino, sino moderno atrezzo gastronómico. El tabernista, baruta, borraca, cierrabares, parroquiano como dicen los literatos a la violeta, necesita que no le programen ni la libación ni su esparcimiento sin horarios. Y por eso cualquier consideración sociológica o pintoresca sobre las faunas de los bares, tiene que ver con la desconfianza de mesas altas y las reservas. Si un tabernero se cree Dabiz Muñoz, o a la inversa, vamos dados.

Lo mejor de España son sus bares. También lo peor. O simplemente un retrato de una sociedad en busca del autor. No será uno, simple observador de la vida dispersa, quien certifique el auge y la decadencia del bar. No hay nada más español que la nostalgia y cuestionarnos la identidad, lo que desembocaría que para algunos vivamos en un nuevo 98 con la voladura del bar de toda la vida, armado sobre el eterno diálogo tabernero-cliente. No entraré en esta ponencia sobre la propia crisis que vive el oficio, porque me ha tocado en suerte, hablar del que aquí se bautiza como parroquiano.

Esto es, fiel oficiante de la liturgia que consiste en ir a diario a un bar. Y por lo común el mismo y con hábitos parecidos. ¿Una cañita como todos los días, o sin alcohol que hay que ir al medico?. De mis andanzas por las Españas, de la que dará testimonio de un libro que voy a entregar a la imprenta en breves fechas, veo más gente haciendo running que leyendo el Marca en los bares. Entre otras cosas porque ya no hay periódico en papel. A los bares se ha ido siempre a perder el tiempo, que es una manera maravillosa de ganarlo. Ha sido los auténticos centros cívicos de barrios o de pueblos, cuando no había Ley de dependencia, ni tantos culebrones televisivos de Netflix llenos de abogados.

Uno siempre piensa en Juan el bombero, que zascandilea a diario por los bares del centro de Pontevedra. Hace la ronda de bares, que sería por cierto otra de las leyes del mandamiento del Tabernista. Aunque es natural de un pueblo de Lugo, confiesa que acabó en Pontevedra por culpa de una borrachera que le llevó a su primo y a él a cogerse un taxi para embarcarse en Ferrol, y tras 37 meses en la mar, desembarcó en Vigo donde en un bar, alabado sea el Señor para hacerse bombero. Cuando le preguntas a Juan si va a tomar vino por la mañana y por la tarde dice, como buen gallego, dice que depende porque a veces empalma. Y todo eso con ochenta castañas.

Personajes singulares las hay por toda la geografía barrista del país, como el mítico Jorge Laverón, ese madrileño huido a los madríles donde se hizo crítico taurino y apóstol de Antonio Chenel Antoñete, y que ha sido auténtica estatua viviente en la astrosa barra de la Venencia en el Barrio de las letras gatunas. Ahora anda por San Martín de Valdeiglesias donde sigue sentado cátedras en los garitos de la Sierra de la Garnacha. Para todos los gustos, y clases, y carteras. Vicente Boluda naviero con jurdós, a ratos presidente de un club de cierto nombre, tenía siempre su mesa junto a la barra en el bar Aquarium de la Gran Vía valenciana. Codicioso de la felicidad que tiene ese tabernáculo donde saben preparar la santísima trinidad del coctel como es el dry, el bloody mary y el negroni, ha decidido comprar el bar para que no se pierda. O el Cónsul de Turquía en Andalucía que cada viernes del año colecciona mesas y hueco en la barra de Casablanca para agasajar o endosar a todo el que pulula por la Plaza de la Moneda de Sevilla. Donde no muy lejos de allí desde el Postigo al Arenal tienes que ir sorteando con una caña o una manzanilla los abrazos de los amigos. Que también es un arte del bar.

Si algo ha caracterizado y debería caracterizar al buen bar, porque yo prefiero hablar de bar y no de taberna, para no acogerme a sagrado salvo que de vino hablemos, es su naturaleza popular, mezclada, accesible para que cada uno como dicen en Jerez cuando uno se pone flamenco y no decantar, “se espese”. Que es como decir que cada uno haga lo que le dé la gana, y se coja la papa que le apetezca. Si algo hay que anotar en el inventario de lo positivo es precisamente que los bares actuales a pesar de la mutación del parapeto de la mesa alta y del y del cover manager se va mejorando muchísimo el servicio del vino. Los pizarrones empiezan a ser gloria en muchos establecimientos, junto a una cristalería digna y a un progresivo conocimiento de variedades, zonas e incluso armonías.

Lo importante es que el transeúnte de la barra encuentre siempre un dispensario en cualquier parada de su camino. El que cada uno tenga con querencia o sin ella con más o menos posibles, no obvia que la cuestión sigue siendo si se sabe interpretar lo que ese denominado parroquiano persigue. Echar un trago, o comerse una gyoza de rabo de toro que parece ser lo que muchos hosteleros interpretan. Y si así, es cada uno lo disfrute a su modo aunque Juan el bombero se quede cada día más solo en su ronda. Ni la chispa ni las chispas del parroquiano contemporáneo, son las mismas.

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